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domingo, 6 de mayo de 2012

UN CAMINO DE IDA

Desde los 14 años me volvía del colegio por el mismo camino.
Doblando a la izquierda en la esquina de un tal Vergara, caminaba por la vereda lisa hasta llegar a la de adoquines, la que me recibía con su poca simetría saludando al adoquín estrella que quería sobresalir entre muchos otros.

Llegando a la vereda de las raíces, donde los árboles les habían ganado al cemento y se habían hecho valer por lo que eran y no por lo que querían que fueran. Un poco más adelante, esa vereda amarilla, con un participante rojo, el cual, cada vez que yo pasaba, no podía evitar hacerme pensar por qué estaba ahí? Y, ¿cuando se había perdido?.
Cien metros más y pasando por la mitad de la calle casi sin mirar, pero sabiendo que ningún auto se acercaba, llegaba a la vereda del frente al portón verde con los dos autos: uno gris y el otro bordó. Cubiertos de polvo ya que parece que sólo recorren las calles los domingos, porque en la semana suelen dormir en su casa.
Un poco más adelante la casa amarilla; el auto congelado en el tiempo; la casa que nunca se vendió y casi llegando a la esquina, el masetero. Ocultando la ventana que da a la calle para que la señora de los cigarrillos pueda mirar para afuera creyendo en su propia ignorancia que nadie la nota.
Cruzando la calle, la esquina de la casa con jardín en el techo, las gárgolas con enredaderas y siguiendo un poco mas dos o tres casas, la mansión de los perros.
Dos perros peludos levantan la cabeza desde el porche, me miran pasar y vuelven al sueño de un patio.
Por último, la esquina de ladrillos. Doblo a la derecha, paso la vereda de cemento alisado que supo estar fresco, para que Leo le declare su amor a Belén. Y ahí nomás mi casa.
Este camino recorrí una y mil veces, antes de escuchar su voz por primera vez para después decirme que me acompañaba.

Una tarde de primavera decidió perder la vergüenza, tomar coraje, dejar una chocolatada en la mesa frente al televisor y acompañarme. Doblar en la esquina de este tal Vergara, caminar por la vereda lisa hasta llegar a la de adoquines, saludar a la estrella con sólo una mirada.

Pasando por las raíces para caer en la vereda amarilla con su participante rojo el que esta vez me dejaba olvidar el porqué estaba ahí, ya que los nervios y la sensación de timidez por su presencia no me dejaba pensar.
Cien metros más y con el envión de mi cuerpo, sin decir nada, le decía que había que cursar.
Él, demostrando sus 3 años más, miraba hacia el lado del río, afirmando que no venía nadie llegando así sanos los dos a la vereda del frente.

Y ahí el portón verde donde se daba la primera palabra después del saludo. Me preguntaba por mi tarde, la cual él ya conocía porque ya la había vivido 3 años atrás. Escuchaba atentamente lo que ya conocía, dándole el tiempo para pensar en lo que venía, mientras pasábamos la casa amarilla y el auto congelado en el tiempo.
Cuando llegábamos a la casa que nunca se vendió, el silencio nos volvía a invadir y antes de estar demasiado lejos de su casa para estar un poco más cerca de la mía, antes de llegar al macetero de la señora de los cigarrillos, su cuerpo se detenía.

Me regalaba un beso y volvía a su casa, donde sabia que la chocolatada lo seguía esperando.
Tres veces el primer año.

Dos el segundo.
Ninguna el tercero.
Una vez me habló el cuarto para saber si seguía volviendo por el mismo camino a mi casa, para saber si seguía estando.
Y por último, una el quinto. Fue la última.
Tal vez fue una más de todas pero sin embargo esta vez doblamos en la esquina de un tal Vergara, caminamos por la vereda lisa hasta llegar a la de adoquines, saludamos con una mirada de reojo al estrella; esquivamos las raíces; llegamos a la vereda amarilla; le sonreímos al participante rojo, el cual a través de los años después de generar más hipótesis que soluciones me había dejado olvidar el porqué de su existencia.

Después de esto ya sabíamos lo que venía.
Los años de rutina nos habían enseñado que después de un rojo entre amarillos venia cruzar de vereda. Los años también me habían ablandado y para esta altura ya me dejaba cuidar.
Él miraba y yo cruzaba rozando mi hombro con el suyo, llegando al portón verde observando el auto que a través de los años nunca había dejado de ser bordó y el otro, para después, darse a la charla.
Esta vez él ya no se acoraba lo que la vida le había hecho vivir; le conté una historia nueva, así que no pudo pensar en lo que venía.
Pasamos la casa amarilla y el silencio trató de invadirnos. Pero cuando llegamos al auto congelado en el tiempo, las palabras volvieron a mí; pasamos la finca que nunca se había vendido y nos alejamos más de su casa para estar cerca de la mía.
Esta vez, y sólo esta vez, pasamos el masetero de la señora de los cigarrillos y se frenó. Pensé por un segundo que todo volvería a lo conocido, pero esta vez se sonrío, me regalo un beso y volvió a caminar.

Pasamos por la esquina de la casa con jardín en el techo y nos miró por primera vez. Caminamos esas dos o tres casas y llegamos a la mansión donde estaban los dos perros peludos, los cuales levantaron la cabeza, nos miraron, y por primera vez se levantaron y sin moverse más que lo necesario empezaron a ladrar.
Por un instante pensé que el silencio que nos había invadido lo iba hacer decidir una vez más, volver por una chocolatada frente a un televisor y no acompañarme hasta una declaración de amor.

Estábamos llegando a la pared de ladrillos, cuando me robó un beso, me acarició la mejilla, se dio vuelta y salió corriendo.
Lo escuché pasar la casa de los perros ya que ladraron, lo vio pasar la casa del jardín en el techo, lo vio pasar la señora de los cigarrillos, lo vio correr la casa que nunca se vendió, lo vio correr el auto congelado en el tiempo, lo vio correr la casa amarilla, lo vio pasar el auto bordó y lo sintió intentar cruzar el auto gris, que esta vez, salió un lunes 25 a tomar sol.
Cuando me giré, estaba en el piso.

No tuvo tiempo de arrepentirse ni tiempo de pedir perdón, no tuvo tiempo de contarnos su sensación.
O no tuvo tiempo de aprovechar una linda historia de amor.

 


LUNA PACHECO

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